MI MADRE
Las
revoluciones comunistas vienen acompañadas de las más bajas pasiones del ser
humano, entre ellas, la traición entre amigos y familiares.
Hoy quiero
regalarles el capitulo sobre la suerte que corrió la madre del protagonista de
mi libro, Francisco José de la
Concepción Díaz Gómez, por el simple hecho de enseñarle el catecismo a un
grupo de niños que fue asignado a vivir con sus familias en casa de los Díaz,
en la ciudad de Pinar del Río, Cuba.
Nota: Algunos nombres, lugares y eventos han sido
cambiados para proteger la integridad de los que aún quedan en el infierno CASTRO-COMUNISTA que hoy intenta
adueñarse de Venezuela.
Mi
padre, para 1957, era el director técnico de “su” hospital de Pinar del Río y cuando llegó la “Revolución” ya era el administrador
general del mismo. Una de las primeras
medidas absurdas que tomó Castro al llegar al poder, fue eliminar los planes
“cooperativos” (privados) como el del hospital donde se formó profesionalmente
mi padre. En 1961 aquel hospital (y todos
los hospitales privados de Cuba) fue intervenido (“nacionalizado”) y allí
comenzó el caos en materia de salud nacional.
Como Papá no estaba de acuerdo con los métodos “revolucionarios” fue
“degradado” y de administrador general lo nombraron jefe de la farmacia de “su”
hospital. (Persisto en decir “su”
hospital, porque para él --- que en paz descanse --- era toda su vida... era
“su” hospital). Muy pronto... muy muy
muy pronto, ya no había medicinas en Cuba y mi padre no tenía qué “administrar”
en “su” farmacia.
El
20 de agosto de 1961 nuestra casa de habitación (que había comprado mi padre
con el esfuerzo de su honestísimo
trabajo) fue “regulada” por el régimen e “invadida” parcialmente por varias
familias de estratos sociales marginales; una práctica que se implementó en
algunas ciudades por varios meses al principio de la “Revolución” y que afortunadamente fue eliminada por el atroz
caos que produjo. Teníamos cinco
cuartos; era una casona vieja de madera y mampostería, muy bien mantenida,
construida en el siglo pasado (1898). El
gobierno --- según el estudio del área de nuestro hogar --- decidió que tenía
que ser compartida por otras tres familias “marginales” y mis tres hermanos
(dos varones y una hembra) y yo, nos mudamos a un solo cuarto. Mis padres se quedaron en el que
originalmente habitaban y en los tres cuartos sobrantes instalaron a tres
familias llenas de hijos. A una de
estas familias pertenecía el jardinero del hospital donde trabajaba Papá.
Cuando
estas familias fueron instaladas en nuestro hogar, fue Feliciano – el jardinero del hospital -- quien las liderizó,
llegando a extremos verdaderamente crueles.
Por ejemplo, sabía que mi padre se sentaba religiosamente en la mesa a
cenar a las ocho de la noche en punto con todos sus hijos y nuestra madre. Feliciano
se las arreglaba para que nuestros “visitantes” tomaran posesión de la mesa
unos minutos antes y así mancillaba la dignidad de todos nosotros quienes nos
veíamos obligados a comer en la cocina o sentados en el portal. Al principio esperábamos a que terminaran de
cenar, pero se dieron cuenta que alargando la sobre mesa nos “ponían
banderillas” y nos obligaban a cenar fuera del comedor. Una familia
extremadamente unida como la nuestra, se unió aún más. Papá se aparecía con un libro diferente cada
noche y nos leía pasajes interesantes que discutíamos hasta que el sueño nos
iba venciendo. Como lo que más sobraba
en Cuba en aquellos días de “ajustes revolucionarios” era el tiempo, Papá lo
invertía en nosotros.
Mi
madre fue siempre una mujer muy religiosa.
Se dio a la tarea --- para hacer nuestra vida más llevadera y compartir
con los “visitantes” --- de enseñarles
catecismo a los niños hijos de aquellos,
con el fin de prepararlos para tomar la primera comunión. Las madres de esos niños comenzaron a
cambiar, viendo que había un amor escondido detrás de la intención de Mamá...
un amor que ellos no imaginaban podía surgir en medio de aquel absurdo regido
por el profundo odio de clases que se adueñó de la patria de Martí, autor de “La Rosa Blanca”, apóstol de Cuba.
Cuando Papá vio el cambio que había logrado mi
madre en aquella gente con tanto resentimiento social, comenzó a compartir
también con nuestros “visitantes”.
“Adoptó” a una jovencita que había descubierto estaba en estado de
gravidez. Se convirtió en su médico de
cabecera a pesar de que no era ginecólogo, comprándole medicinas en el
incipiente mercado negro y refiriéndola a colegas que aún mantenían consultas
privadas. Ya en Cuba la medicina era un
verdadero caos. Muchos médicos
comenzaron a dejar la isla.
Yo
tenía 13 años entonces y me era fácil jugar con los niños de nuestros
“visitantes”. Uno de ellos, a quien le
llamábamos “Tato”,
jamás había montado en una bicicleta y le enseñé a hacerlo empleando para ello la
mía. Comenzamos a ir juntos a la
playa. El padre de mi nuevo amigo tenía
un caballo que halaba un carretón de carbón y “Tato”, para retribuir mis atenciones,
se “robaba” el caballo de su padre, “Cariñoso”,
el cual me dejaba montar. Solíamos
salir a pasear, “Tato” en mi bicicleta y yo en “Cariñoso”, el caballo viejo, flaco y cascarrabias de su padre.
Aquellos “visitantes” estaban acostumbrados a la
inmundicia típica en miembros de los estratos sociales más paupérrimos que
existían en Cuba, como en todo país del mundo, incluso en EE.UU. La higiene para ellos no era prioridad, por
lo que solían botar la basura y los desechos por la ventana de sus asignados
cuartos. Mi madre logró cambiar el
hábito del desorden y no le fue difícil
hacer que comenzaran a asearse ellos y sus habitaciones... así como
botar la basura en el basurero.
Quien no estaba muy contento con los
“adelantos” de mis padres con respecto a las relaciones sociales con nuestros
“visitantes”, era Feliciano. Acusó a mi madre de “contra revolucionaria” por pretender inculcarles a los niños
ideas religiosas. Ya para entonces todos
los colegios católicos estaban “nacionalizados” y muchos de los sacerdotes --
especialmente los españoles -- habían sido expulsados de Cuba por Castro y la
situación política cada día se tornaba más radical y atea. Por cierto que pasaron muchas décadas antes
de que Fidel se diera cuenta de lo religioso que era “su” pueblo. Hoy Cuba goza de una relativa libertad de
culto, aunque un buen revolucionario
se supone que no pierda su tiempo en cosas tan improductivas como ir a la
iglesia y, bajo el concepto comunista de Fidel, las religiones siguen siendo
--- como decía Marx --- el opio
de los pueblos.
Mi madre fue encarcelada la noche del 24
de diciembre de 1961 y sentenciada a cuatro años de prisión. La enviaron a la cárcel de mujeres de Santa Clara, en la Provincia de Las Villas, donde
falleció de inanición a los dos años y cuatro meses de su llegada a aquel
infierno donde murieron cientos de mujeres cubanas acusadas de cualquier cosa y
quienes, como mi madre, tenían en su
contra el pecado de haber recibido una educación media y de no ser afectas al
régimen. Dicen que mi madre murió con
un rosario en sus manos que fue introducido en el penal, cuenta a cuenta por mi
padre, en las catorce visitas que logró hacerle durante su infrahumano
encierro, privada de los más elementales y primitivos derechos humanos.
El juicio de Mamá duró media hora y su abogado “defensor” parecía, más bien, el fiscal acusador. Lo único que hizo por ella en el juicio fue “pedir clemencia” (luego de haberla llamado hasta “gusana capitalista” y deformadora de la mente de los niños de la “Revolución”) para que no le echaran 30 años, que era lo que pedía el Estado.
Pero lo más triste de esta historia no
fue su “defensa”. La principal acusadora
en su “juicio” fue su propia hermana, casada con el Comandante Ruiz Garmenia, “héroe” de la “Revolución” y mano derecha de Raúl Castro desde la Sierra
Maestra. Mi tía Carmelina dio fe en el “juicio” de
las “manías religiosas” de su hermana y aseguró que ella le había confesado que
a través del catecismo católico adoctrinaría a esos niños para ponerlos en
contra de la “Revolución”.
Mamá murió a los 34 años de edad... tenía
un título en filosofía y letras y dos libros de poesías que guardo como lo más
preciado de mis pertenencias. Sus poemas
hablaban de amor y de ternura, de rosas y prados interminables llenos de luces,
colores y sonidos... de Dios y de niños felices que saturaban sus prosas de esperanza
y fe. No de guerras revolucionarias ni guerrilleros
heroicos, ni de odio entre clases ni de opresiones. Ella estaba en otra onda y dicen que al morir
le ofreció su calvario al Señor,
muriendo como Jesús,
perdonando.
Años más tarde
la “Revolución” haría una nueva
Constitución. Siento un profundo dolor
cuando me paseo por el artículo 55 de la misma, el cual dice: “El Estado, que reconoce, respeta y garantiza
la libertad de conciencia y de RELIGIÓN, reconoce, respeta y garantiza a la
vez, la libertad de cada ciudadano de cambiar de creencias religiosas o no
tener ninguna, y a profesar, dentro del respeto de la ley, el culto religioso
de su preferencia...” En otras
palabras, si mi madre hubiera vivido lo suficiente como para esperar a que la “Revolución” “rectificara”, tal vez
hoy no estaría muerta... ni hubiera sufrido prisión alguna. Sin embargo, una cosa es lo que dice la
Constitución y otra muy distinta la manera en que la “Revolución” la interpreta y aplica. Por muchísimos años en la Cuba de Fidel,
asistir a misa signaba de “contrarrevolucionario” al católico practicante, lo
que venía acompañado de tremendos
perjuicios.
Extracto
del libro
“Regresando al Mar de la Felicidad”
de
Robert Alonso
El
Hatillo, 10 de marzo de 2003
ROBERT ALONSO